Se llama Antonio M., pero sus amigos y enemigos le conocen como "Manzanita". Se trata de un guardia civil en situación de segunda actividad tras más de 30 años de trabajo operativo en algunas de las unidades de élite del Servicio de Información Antiterrorista y de la Unidad Orgánica de Policía Judicial del Instituto Armado.
Su vida profesional es inabarcable (como lo es él: 1,90 m. de estatura y, en sus mejores tiempos, 130 kilos de peso) pero, con su permiso, les voy a narrar un breve esbozo, un retazo de su historia policial, por la que fue odiado (mayoritariamente por la delincuencia, pero no solo) y admirado a partes iguales. Hago constar que "Manzanita" fue, y de nuevo es, amigo mío, por lo tanto, no debo ni quiero ser imparcial, aunque sí necesariamente sincero.
ETA en Catalunya
El 29 de mayo de 1991, Juan Carlos Monteagudo Povo, Juan Félix Erezuma y Juan José Zubieta Zubeldia habían perpetrado el cruento atentado contra la casa cuartel de Vic (Barcelona). Nueve muertos, cinco de ellos, niños. Los terroristas impactaron contra el cuartel un coche cargado de clorarita. Una barbarie. La organización terrorista, ETA, estaba en su apogeo y Catalunya, tras lo de Hipercor, se situaba en su punto de mira. Todos los servicios policiales, naturalmente, activaron el código rojo.
Aquel día, minutos después del atentado, un "pagés" de una población cercana a Vic observó desde su campo de labranza, cercano a una carretera comarcal, como tres tipos, aturullados, bajaban a toda prisa de un vehículo y se subían a una furgoneta allí estacionada con la que a toda velocidad emprendieron la huida. "Qué raro", pensó aquel hombre ajeno todavía a lo que había sucedido en Vic.
Por si acaso, el labrador apuntó con una navaja el número de la matrícula de la furgoneta en la chapa de su maltrecho tractor y, cuando llegó a su casa y se enteró de lo del atentado, inmediatamente ató cabos y comunicó a las Fuerzas de Seguridad la extraña maniobra de aquellos tres tipos y el mencionado número de matrícula.
Sonó la flauta
Como todos los indicios, el de aquel labrador fue investigado. La denuncia cayó en manos de "Manzanita". La matrícula correspondía a una furgoneta, propiedad de una mujer residente en un segundo piso situado en el barrio de Terra Nostra de Montcada i Reixac, a unos 10 kilómetros de Barcelona. Si lo que decía el campesino era cierto, era más que probable que los sospechosos hubieran robado la furgoneta para utilizarla como segundo vehículo de huida tras el atentado.
"Manzanita" y un compañero del SIGC la Zona se fueron a Montcada. Subieron al piso en cuestión y, cuando la inquilina les abrió la puerta y estos se identificaron amablemente como agentes de la Guardia Civil, la mujer se vino abajo: "¡Yo no he hecho nada, no he hecho nada, a penas les conocíamos!".
"Manzanita" y su compañero se miraron y, en un tris, desenfundaron sus pistolas, la encañonaron y se la llevaron detenida entre golpes y empujones. Poco después, el compañero sentimental de la mujer, profesor de matemáticas en la Universidad Autónoma de Barcelona, también sería detenido.
Ya en el cuartel, situado en la barcelonesa avenida de Madrid y mientras en Vic se preparaban las pompas fúnebres por las víctimas, los mandos de la Benemérita dejaron a la detenida a merced de "Manzanita". Solos en una celda. Una mujer minúscula, empequeñecida aún más por la situación y orinada de miedo ante un hombre de casi un metro noventa de estatura, más de 130 kilos, greñas de pandillero de los 70, pendientes, collares, barba a lo ZZ Top y la mirada de quien rezuma odio incontinente contra aquellos que mataban guardias civiles y a sus familias (como los caídos en Vic), y a quienes les ayudaban.
Interrogatorios de la época
"Manzanita", como en él fue habitual en las ocasiones que se terció, se pasó por el arco de triunfo la legalidad vigente en materia de interrogatorios y de Derechos Humanos. De hecho, "esto es una guerra y en la guerra vale todo", era el mantra que circulaba por los pasillos, despachos y calabozos de las comisarías y cuarteles de la época, unas dependencias policiales que aún albergaban el regusto agrio que la policía franquista había dejado impregnado en sus paredes.
Dicen que la detenida llegó a saborear el fétido aliento a tabaco y café de la boca del agente. Y cantó. Explico que los "amigos vascos" estaban en un chalé en una urbanización de Lliçà d'Amunt (Barcelona).
"Manzanita" trasmitió la información obtenida por el conducto establecido y el entonces Director General de la Guardia Civil, Luis Roldán, dispuso que la Unidad Especial de Intervención (UEI) se trasladara inmediatamente a Barcelona. Aquellos agentes vestidos como Robocop, armados hasta los dientes, enfundados en cascos antibalas de más de 30 kilos de peso cada uno, iban a caer como una tormenta sobre el comando. Antes, y mientras no llegaban los equipos de asalto, "Manzanita" y el agente del SIGC,Luis B. (no tan corpulento pero igualmente greñudo, barbudo y desaliñado) se trasladaron a las inmediaciones del chalé que había marcado la detenida.
Ángeles del infierno
Ambos guardias se instalaron en un bar restaurante situado, en línea perpendicular, a unos 80 metros del escondite de los etarras: una casa dúplex, rodeada de un amplio jardín, a su vez cercado por un muro de dos metros de altura.
"Manzanita" y su compañero entraron en el bar (que quedaba en alto y les facilitaba una buena perspectiva, al menos, de una parte del jardín) y se hizo el silencio entre los allí presentes. Aquellos dos tipos barbudos y melenudos ataviados con chupas de cuero y botas camperas parecían dos moteros Ángeles del Infierno con cara de no haber tenido jamás amigos.
Se instalaron en una mesa pegada al ventanal que les permitía controlar el objetivo. Pidieron café y un dominó. No hablaban. Ni se miraban. Fumaban, bebían café y lanzaban las fichas sobre la mesa de forma inconexa. El camarero, testigo de ello, abrigó la intima convicción de que, en cualquier momento, aquellos dos tipos desconocidos y siniestros sacarían pistolas o cuchillos y atracarían el local. No fue así; pidieron mas café.
El camarero, según declaró a la prensa días después, calculó en más de 10 torrefactos los que sirvió a cada uno durante las casi seis horas que ambos permanecieron adosados al ventanal, con la mirada perdida en algún punto del horizonte y lanzando fichas y más sobre la mesa.
Y por fin llegó la UEI
Con los 15 efectivos de la UEI a punto de llegar a las inmediaciones del chalé, saltó la liebre. Un tipo salió de la casa y manguera en mano se dispuso a regar los rosales y maceteros del jardín. Era Juan José Zubieta Zubeldia, conocido terrorista superviviente del enfrentamiento con la Guardia Civil en la Foz de Lumbier, Navarra, que recientemente se había incorporado al comando que dirigía Monteagudo, exmilitante de Terra Lliure.
Llegó la UEI y "Manzanita" y Luis salieron de forma súbita del restaurante, para alivio del camarero que se tiró todo aquel tiempo secando con un servilleta el interior los mismos vasos seco y relucientes una y otra vez. Fueron al encuentro de los agentes de asalto y les informaron de la situación: uno, Zubieta, en el jardín; dos, en el interior de la casa.
A Zubieta le había tocado la lotería: iba a vivir. En menos de cinco minutos, y como si se tratase de una estampida de búfalos de color negro, la UEI irrumpió en el jardín tras reventar la puerta exterior con un explosivo plástico. "Manzanita" y Luis entraron con ellos y se lanzaron sobre un estupefacto Juan José Zubieta. "Manzanita" y su compañeros redujeron al terrorista, mientras la UEI irrumpía en la casa con órdenes de actuación muy claras, clarísimas: En aquel momento, desde la cercana población de Granollers subían hacia LLiçà dos coches fúnebres. Dos. Ni uno, ni tres.
"¡Guardia civil, Guardia Civil!".
"Esto no va con nosotros"
Una vez esposado Zubieta, "Manzanita" y Luis se dispusieron a entrar también en la casa donde se empezaban a escuchar ya los primeros disparos, pero no pudieron hacerlo. Cuatro agentes de la UEI se lanzaron sobre ellos, los tumbaron boca abajo, junto a un perplejo Zubieta, y les encañonaron a los tres en la nuca con sus subfusiles de asalto. "Lo siento compañeros, son las órdenes". "Manzanita" y Luis acataron. Era evidente de qué iba la cosa y ellos no iban a ser un inconveniente.
Monteagudo fue abatido cuando empuñaba una metralleta y a Erezuma se le disparó en el hígado, un órgano que, si es alcanzado por una bala, la herida, más tarde o más temprano, acaba siendo mortal de necesidad. El operativo duró escasos dos minutos: "¡Limpio, limpio, limpio!". Los de la UEI salieron del inmueble y mientras se quitaban el casco, sudorosos y exhalando aún adrenalina, pateaban del cuerpo malherido de Erezuma, como si esa fuera su forma se despedirse de él. Los más efusivos se detuvieron para pisarle en la herida.
"Perdonad compañeros", dijo unos de los guardias que había inmovilizado a los dos agentes y al terrorista. "Esto es lo que hay. El detenido es vuestro".
Y Zubieta cantó
Efectivamente, los dos guardias se llevaron a Zubieta a toda prisa a Barcelona. Dicen que, en los calabozos, se oyó retumbar la cabeza del etarra contra las paredes. Nueve muertos eran justificación suficiente para los jefes de "Manzanita" y Cía. Dos muertos y uno vivo que tenía que cantar por los tres. Así eran las cosas.
Esos mismos mandos, que entonces daban manga ancha a tipos como "Manzanita", amparados en un poder opaco para el escrutinio controlador de jueces y fiscales, con el paso de los años fueron acumulando medallas e incorporando nuevas formas de proceder, más democráticas, a la par que abandonaban sin mucho disimulo a aquellos hombres sin escrúpulos que otrora les fueron tan útiles
Todo pasa y todo queda
Los tiempos han cambiado, las arrugas han hecho mella en este veterano exguardia civil cuya conducta, no excepcional en la época, fue jaleada, consentida y auspiciada por la plana mayor del instituto armado que, sin embargo, era reacia a condecorarlo por aquellos de “lo poco decoroso de su aspecto”, tan necesario para meterse en el lumpen y tan “impropio” de un benemérito agente.
No existen atajos ni actuaciones fuera de los derechos humanos, les espeté un día. "Eso díselo a los niños que vieron como un coche cargado de muerte se les vino encima", me respondió. Yo callé, quizá intimidado, pero recuerdo que le miré durante unos segundos y abrigué y le trasladé un sentimiento de pena por cómo eran entonces las cosas y también, paradójicamente, por él.
"Manzanita", se encendió un Marlboro en un gesto elegido para zanjar el tema que le incomodaba y me dijo con una voz que en nada tenía que envidiar a la de Constantino Romero: "Vamos Carlitos, hoy el txuleton lo pago yo". Y fui, y comí con él.
PD.: ¿Cómo alguien puede decirse amigo de un tipo como "Manzanita"?, lo dejo para otro artículo.